Por más que se intente minimizar, la rifa de la motocicleta BMW durante la Concentración Motociclista Villista y su desenlace —con el director de Cultura, Carlos Silva, como ganador— ha sido una de las peores jugadas para una administración que aún no cumple su primer año de gobierno. No por ilegal, sino por innecesaria.
El alcalde Salvador Calderón tiene razón al asegurar que la rifa no fue organizada por la Presidencia Municipal, sino por el Motoclub Pancho Villa. También es cierto que Carlos Silva compró su boleto, lo llenó, lo depositó en la tómbola y lo ganó como cualquier ciudadano. Todo eso se desarrolló a la vista del público. Sin embargo, la política no sólo se rige por la legalidad, sino también por la percepción y la ética. Y ahí es donde todo se complica.
¿Cómo se espera que reaccione una ciudadanía harta del privilegio y la simulación, cuando ve que un funcionario público —por más “común y corriente” que se sienta— se lleva el premio mayor en un evento en el que Presidencia estuvo claramente involucrada, aunque no como organizadora? ¿Cómo no levantar sospechas si fue el propio alcalde quien sacó el boleto ganador en plena plaza pública?
Ambos actores han salido a dar explicaciones. Silva dijo que “no hay mucho que aclarar” y que incluso pensó en devolver la moto, pero que fue el público el que decidió que se la quedara. Chava, por su parte, defendió el proceso como transparente y señaló que “no se prestaría a esas cosas”. El problema es que, a estas alturas, nadie debería estar dando explicaciones.
La administración municipal ha perdido control del relato. Una historia que debió ser anecdótica o, en el mejor de los casos, irrelevante, se ha convertido en un dolor de cabeza que ha rebasado las fronteras locales y se ha viralizado en medios estatales e incluso nacionales. Y todo por un error de cálculo: subestimar el peso simbólico de que un funcionario gane una rifa en un evento impulsado por el propio Ayuntamiento.
Tampoco ayuda que el premio no fuera cualquier cosa: una motocicleta BMW, valorada en varios cientos de miles de pesos, adquirida —según se dijo— como parte de una colaboración privada para la concentración motociclista. Eso ya coloca el asunto en otro plano: el del elitismo disfrazado de sorteo.
Nadie cuestiona la legalidad, pero sí la prudencia. En una ciudad donde aún hay colonias sin servicios básicos, donde las quejas por baches, seguridad o falta de inversión cultural siguen presentes, este tipo de “golpes de suerte” hieren la confianza. Y lo que es peor: alimentan el discurso de que “siempre ganan los mismos”.
La pregunta de fondo es simple: ¿valía la pena? ¿Valía la pena exponer al gabinete municipal, alimentar el morbo político y desgastar a una administración incipiente, por no anticipar las implicaciones públicas de una rifa? Silva sigue siendo director de Cultura, el presidente sigue defendiendo su postura, y la motocicleta ya tiene dueño. Pero el costo político ya está cobrado, y no fue menor.
Porque si algo debe aprender esta administración, es que en política, las formas sí importan. Más aún cuando se está construyendo confianza.