Redacción de ‘El Papelerito’
La ratificación de Martín Chaparro como director —ahora titular, ya no interino— de Seguridad Pública Municipal, confirma algo que desde hace meses se comenta en los pasillos de Presidencia: no se trata de un premio, sino de un movimiento desesperado para sacarlo de donde más estorbaba.
Porque Chaparro se convirtió en una figura omnipresente y profundamente incómoda dentro de la administración: metido en decisiones que no le correspondían, interviniendo en áreas donde no tenía atribuciones y generando tensiones con titulares de diversas direcciones que, literalmente, ya no lo toleraban. La queja recurrente era la misma: la intromisión era excesiva, insoportable y contraproducente. Por eso, en realidad, su ratificación no fue un acto de confianza: fue un acto de expulsión encubierta.
El Cabildo, previsiblemente sometido, avaló sin chistar la propuesta del alcalde Chava Calderón Aguirre. No hubo cuestionamientos, ni análisis mínimo del perfil, ni una sola referencia a los antecedentes de Chaparro en la propia administración municipal. Se limitó a aprobar lo que Presidencia pidió y punto.
Y es ahí donde empiezan las alarmas. Porque, si algo define la carrera de Chaparro, no es precisamente la experiencia operativa, ni la trayectoria sólida en temas de seguridad. Son siete años de desempeño en el ámbito penal, enfocado al litigio y la asesoría jurídica. Nada despreciable… pero absolutamente insuficiente para dirigir una corporación policial municipal, con retos que superan por mucho el lenguaje de los expedientes.
En el servicio público, Chaparro ya tiene historia: fue oficial Mayor de Santa Bárbara, donde acumuló señalamientos por prácticas muy similares a las que ha repetido en Parral: intromisión, autoritarismo, decisiones unilaterales y estilo conflictivo. Después fue asesor Jurídico de la misma administración, y las quejas tampoco fueron menores.
Nada de eso se mencionó en Cabildo. Ni una sola pregunta sobre su capacidad operativa, su criterio táctico, su liderazgo técnico en temas policiales, su entendimiento de protocolos, mando o coordinación institucional. Nada. Su ratificación fue un trámite. Lo más grave es que esta decisión ocurre en medio de una crisis de credibilidad de la Dirección de Seguridad Pública, exhibida en días recientes por la mentira del operativo mochila del CONALEP —donde se ocultaron decomisos—, por las inconsistencias en reportes, por errores de comunicación y por una creciente percepción ciudadana de improvisación.
Y, aun así, se ratifica a Chaparro. ¿Por méritos? ¿O porque era más urgente alejarlo del despacho principal que fortalecer la seguridad pública? Esa es la pregunta que queda en el aire. La conclusión es inevitable: Parral no ganó un director de Seguridad Pública; ganó un reacomodo político para despresurizar a una Presidencia ya llena de tensiones internas.
La ciudad necesitaba un perfil técnico, operativo, con formación policial o experiencia comprobada en mando y gestión de seguridad. En cambio, recibe a un abogado con trayectoria corta, con antecedentes polémicos y con un estilo que ya ha desgastado dos administraciones consecutivas. Si este es el “refuerzo” para la seguridad en Parral, no es exagerado decir que la política interna pesó más que la estrategia, más que la profesionalización y más que la urgencia ciudadana.
Y todo esto, en plena obsesión reeleccionista del alcalde, cuyo gobierno ya naufraga entre frentes abiertos, errores y descontento social. El mensaje es claro: mientras la ciudad pide seguridad, el gobierno acomoda piezas.
Y eso, tarde o temprano, se paga.



