Redacción de ‘El Papelerito’
Lo que alguna vez se presentó como una cruzada sin precedentes contra la corrupción en México, hoy parece desmoronarse entre silencios cómplices, omisiones deliberadas y batallas legales perdidas. La «Operación Justicia para Chihuahua», el sello distintivo del gobierno de Javier Corral, acaba de recibir uno de sus golpes más contundentes: un juez en El Paso, Texas, desechó la demanda civil contra César Duarte por falta de pruebas sobre la supuesta compra de 50 propiedades en Estados Unidos.
¿El motivo? Las pruebas “jamás llegaron” al expediente. No porque no existieran, acusa Corral en su respuesta pública, sino porque el actual gobierno de María Eugenia Campos Galván, que heredó la responsabilidad legal de ese caso, nunca respondió los requerimientos del despacho jurídico contratado. Peor aún: ahora será el propio gobierno estatal quien deba cubrir los honorarios legales de Duarte, por una demanda que terminó por beneficiar al acusado.
Este episodio no solo es una derrota jurídica. Es el símbolo del fracaso estructural de una operación que prometía ser ejemplo nacional de justicia, pero que con el tiempo terminó atrapada entre errores procesales, cálculos políticos y una evidente falta de continuidad institucional.
Durante años, Javier Corral construyó una narrativa poderosa: Duarte era el emblema del saqueo, el PRI representaba la corrupción sistémica, y su gobierno sería el primero en llevar a la cárcel a un exgobernador por peculado. Esa promesa se materializó en detenciones espectaculares, declaraciones incendiarias y una agenda pública centrada en la ética gubernamental.
Sin embargo, la realidad es otra: ninguna sentencia firme, múltiples procesos estancados, y ahora, una derrota en territorio estadounidense que deja en evidencia lo que muchos sospechaban: la “justicia” era también una herramienta política. Fue eficaz como narrativa, pero endeble como proyecto jurídico.
Para colmo, el fallo en Texas llega en un momento en el que César Duarte intenta reconstruir su imagen, con ruedas de prensa en las que se dice víctima de una persecución y hasta coquetea con la posibilidad de volver a la política. Y no es que haya sido absuelto en todos los casos, pero esta victoria le da el argumento que necesitaba para pasar de acusado a acusador: anunció que analiza demandar a Corral por daño moral.
Lo más grave de este nuevo capítulo no es solo que Duarte gane terreno, sino que Corral quede atrapado entre dos fuegos: su antigua bandera moralista, que pierde fuerza, y su propio partido —el PAN—, hoy dividido y en alianza tácita con el grupo de Maru Campos, a quien acusa de haber pactado la impunidad del exgobernador.
El fracaso de “Operación Justicia para Chihuahua” es también una advertencia para quienes buscan hacer justicia a partir del espectáculo mediático: sin pruebas sólidas, sin seguimiento institucional, y sin voluntad política transversal, hasta los casos más escandalosos terminan archivados o desechados.
Y la factura, al final, siempre la paga el mismo: el pueblo de Chihuahua. Primero saqueado, luego ilusionado, y ahora nuevamente burlado.
En esta historia, la corrupción no fue vencida. Solo cambió de manos, se adaptó al nuevo gobierno y supo esperar el momento oportuno para contraatacar. La justicia prometida se disolvió entre papeles sin firmar, expedientes sin pruebas y gobernantes sin convicción.
Así, de la épica anticorrupción solo quedan retazos, memes, y un nuevo veredicto en el extranjero que grita lo que ya era evidente: “Justicia para Chihuahua” se convirtió en justicia para nadie.