El diputado federal Alfredo Lozoya ofreció una recompensa económica a quien proporcione información que lleve a la captura del presunto feminicida de la maestra Lizbeth Lucero Zapién Urbina, asesinada brutalmente en su hogar en Parral.
La noticia corrió como pólvora, y El Caballo, fiel a su estilo, la convirtió en un acto mediático cargado de frases dramáticas y promesas de justicia. Sin embargo, su postura más parece una jugada oportunista que un verdadero compromiso con los derechos de las víctimas.
¿Por qué? Porque Lozoya lanza su ofensiva desde la tribuna digital sin pudor alguno por la presunción de inocencia. Difunde la imagen del presunto agresor, lo convierte en objetivo público y ofrece dinero como si estuviéramos —como bien dijo el fiscal general, César Jáuregui— en los tiempos del viejo oeste. Más allá de la intención, el acto raya en el populismo punitivo. Una cosa es exigir justicia; otra muy distinta es asumir funciones que corresponden al Estado de derecho y promover linchamientos mediáticos.
Pero lo que más indigna no es solo su atropello a principios legales fundamentales, sino su amnesia selectiva. Porque fue precisamente durante su gestión como presidente municipal de Parral cuando ocurrieron dos de los casos más graves y aún impunes en la región: la desaparición de cuatro estudiantes de enfermería y el asesinato de Uriel Loya Deister, presidente de Coparmex en la Capital del Mundo.
Ambos crímenes marcaron profundamente a la comunidad y ocurrieron bajo su gobierno. ¿Dónde estaba entonces el activismo airado? ¿Dónde las recompensas, los pronunciamientos, las conferencias, las lágrimas públicas?
En el caso de los enfermeros, dos policías municipales bajo su administración fueron señalados y sentenciados por desaparición forzada, y pese a ello, Lozoya se deslindó sin consecuencias políticas, y Francisco Sánchez, entonces secretario del Ayuntamiento y de quien dependían los polipreventivos, también.
Las víctimas siguen sin ser localizadas. En el asesinato de Loya Deister, los autores materiales fueron condenados, pero hasta hoy se desconoce a los autores intelectuales. El silencio de los diputados Lozoya y Sánchez ha sido ensordecedor.
Lo que estamos viendo es un uso descarado del dolor ajeno con fines propagandísticos. La tragedia de la maestra Lucero es real, dolorosa y exige respuestas, pero también merece respeto y responsabilidad. Convertir su caso en una plataforma de relanzamiento político es insultar su memoria y la lucha de quienes realmente exigen justicia, no reflectores.
La política del espectáculo no puede sustituir a la justicia. Alfredo debería empezar por rendir cuentas del pasado que hoy pretende borrar con gestos efectistas. La violencia no se combate con premios ni con publicaciones en redes sociales. Se enfrenta con políticas públicas, voluntad institucional y coherencia moral. De lo contrario, lo único que se está premiando es la impunidad.
Pero parece que es un mal del que padecen los emecistas, porque igual sucede con Alma Portillo, quien ahora enarbola la bandera del agua, pero nunca emitió posicionamiento alguno por la toma clandestina encontrada en una propiedad de Lozoya; exige justicia para mujeres víctimas en razón de género y jamás dijo ni pío cuando César Peña, entonces alcalde cuando ella era síndica, agredió a la ex regidora Dalila Villalobos, irónicamente sucesora de Alma.
