La violencia en Guadalupe y Calvo volvió a dejar claro lo que ya todos sabíamos: el Estado mexicano llega tarde, mal y a veces, nunca. En un municipio donde los enfrentamientos armados ya forman parte del paisaje, los hechos del 2 y 3 de julio desnudaron —una vez más— la fragilidad institucional en una región atrapada entre las balas y el abandono.
Mientras los disparos se escuchaban en los cerros y las familias se refugiaban en sus casas esperando sobrevivir otra jornada de fuego cruzado, la reacción oficial fue, cuando menos, indolente. El operativo de seguridad —ese que debería garantizar la vida de los ciudadanos— tardó casi un día entero en desplegarse. Para cuando llegaron las autoridades, los muertos ya estaban en la carretera, los casquillos en el suelo y el miedo convertido en rutina.
Mueve a risa que, como siempre también, el reporte oficial fue el clásico «no se encontraron indicios de detonaciones, personas lesionadas, así como tampoco viviendas o vehículos con daños», pero sí dos muertos cuyos cadáveres tenían heridas producidas por proyectil de arma de fuego. ¡¿Y cómo es que podrían encontrar indicios si llegan un día o dos o hasta una semana después?! Y no es exageración.
Pero si la lentitud operativa fue alarmante, la actitud de la alcaldesa Ana Laura González fue aún más reveladora. En lugar de enfrentar la crisis desde el frente, se atrincheró en su casa. No se fue de Guadalupe y Calvo, dice. No lo necesitaba. Bastó con cerrar las puertas de la Presidencia Municipal y dejar en claro que no volverá hasta que el Ejército le garantice seguridad personal.
¿Y los demás? ¿Quién garantiza la seguridad de quienes no tienen escolta de la Guardia Nacional ni línea directa con altos mandos? ¿Quién responde por los niños heridos por esquirlas, por las madres que duermen debajo de las camas, por los comerciantes que viven del día a día y no pueden cerrar “por miedo”?
La alcaldesa dice que es creyente, y le pide a Dios que detenga la violencia. Nosotros también somos creyentes, ¡pero en el servicio público! En la vocación de liderazgo. En la responsabilidad que implica asumir un cargo y representarlo con dignidad incluso —y sobre todo— cuando la situación es adversa.
Porque no, resguardarse no es gobernar.
Y es cierto: la violencia en la Sierra Tarahumara no empezó con Ana Laura González ni terminará con ella. Pero sí era su oportunidad de demostrar que el poder no es para servirse, sino para servir. Y cuando más se la necesitaba, se escondió detrás del blindaje y la fe. Ni estrategia, ni voz firme, ni rostro visible. Solo silencio y puertas cerradas. ¡Y eso que representa las mismas siglas que el Gobierno Federal!
Mientras tanto, los grupos criminales siguen enfrentándose, la autoridad llega después de los disparos, y los habitantes —esos que votaron, creyeron y confiaron— viven cada vez más solos, más vulnerables y más cansados.
Dios puede tener poder. Pero gobernar, alcaldesa, ¡es su responsabilidad!